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teligencia el desmembramiento y muerte del coloso, que habia sujetado al carro de sus triunfos todos los pueblos, y daban inequívoco testimonio de que derramadas sobre el mundo las nieblas del Septentrion, comenzaba para la humanidad una era difícil, en que sólo á costa de inmensos sacrificios podria reponer alguna parte de sus pérdidas. Triste era por cierto el privilegio reservado á Idacio; pero no menos estimable, cuando se advierte que al revelar las amarguras y tormentos de la edad en que vivia, pagaba el más noble tributo que puede rendir la virtud en aras del patriotismo 1.

1 Demás del Chronicon mencionado, se atribuyen á Idacio los Fastos, que llevan su nombre. Fué el primero que publicó esta obra, como propia del Obispo de Aquas Flavias, el docto jesuita Sirmondo, quien se inclinó á dicha opinion, por convenir los expresados fastos á los años del Chronicon y hallarse uno y otros en el mismo códice, notándose tambien alguna semejanza en el estilo. Esta opinion prevaleció hasta que el diligente agustiniano, fray Enrique Florez, mostró en una breve é ilustrada disertacion, incluida en el tomo IV de la España Sagrada (pág. 456 y siguientes), que eran dichos fastos obra de algun escritor del siglo VI. En el tomo X de las actas de la Comision Real de Historia de Bruselas se ha publicado no obstante en 1845 otra erudita disertacion latina sobre Idacio, debida al jesuita español don Juan Mateo Garzon, en la cual se pretende probar que los referidos fastos fueron obra del obispo de Aquas Flavias (§ X, pág. 446). Mas como quiera que no se presenta ninguna prueba concluyente, fuera de las razones alegadas por Sirmondo y los que le siguieron, nos será lícito atenernos á la respetable opinion de Florez, porque nos parece mejor fundada. Este erudito investigador publicó en el tomo indicado de la España Sagrada (pág. 420 y siguientes) un Chronicon abreviado del de Idacio, teniéndolo por obra del mismo obispo. Así parecen persuadirlo las razones que alega, si bien debe observarse que dicho cronicon no comienza, como el genuino, en el imperio de Teodosio, ni acaba en el de Leon, abarcando más reducido espacio. Tambien dió á luz Florez por vez primera en dicho tomo (pág. 431, etc.) otro breve Chronicon, con nombre de Severo Sulpicio, que se enlaza en alguna manera con los trabajos históricos de Idacio. Al poner término á estas líneas, creemos oportuno advertir que al paso que hemos consultado el primer Chronicon, para las noticias biográficas de Idacio, nos hemos atenido respecto de su persona, patria y silla episcopal á las doctas ilustraciones del citado maestro Florez, apartándonos por tanto de los que señalan á Monforte de Lémus como ciudad, donde concurren las circunstancias expresadas. Esta opinion siguió Rodriguez de Castro en su Biblioteca Española (pág. 255, etc. del tomo II).

Todo anunciaba en sus dolorosas cláusulas que habia cambiado ya no solamente el aspecto moral y religioso del antiguo mundo, sino que se habia trasformado su constitucion política, dando origen á nuevos y muy desemejantes imperios, que se alzaban sobre la gran ruina de Roma. Trasformacion era esta que debia reflejarse irremisiblemente en la esfera de las letras, y que bajo uno y otro aspecto nos cumple estudiar en los siguientes capítulos, fljando ya nuestras miradas dentro de la Península Ibérica.

CAPITULO VII.

ESCRITORES DE LA MONARQUÍA VISIGODA.

LEANDRO DE SEVILLA.-JUAN DE BICLARA.

Caida del Imperio de Occidente.-Unidad del cristianismo.-Desmembracion del Imperio.-España.-Primeras invasiones de los bárbaros.-Los visigodos: sus conquistas y triunfos en España.-Su estado al apoderarse de ella. Division del territorio: la ley de raza.-El arrianismo.-Lucha entre el arrianismo y el principio católico.-El monacato de Occidente.Su influencia en las costumbres: su representacion en la Iglesia.-Rehabilitacion moral de la raza hispano-romana.-Varones ilustres de esta edad. -Efectos de la elocuencia sagrada.-Leovigildo y el conciliábulo de Toledo.-Persecucion del catolicismo.-Leandro de Sevilla.-Eutropio y Juan de Biclara.—Recaredo.-Reparacion del episcopado católico.-Abjuracion del arrianismo.-El tercer Concilio de Toledo.-Su efecto en la civilizacion española.

El siglo V de la Iglesia presenció la más dolorosa catástrofe que

jamás habia llorado el mundo: Roma, aquella varonil matrona, que ostentando en su diestra las águilas de la República, logró echar su coyunda de hierro sobre la cerviz de todas las naciones, y que al ceñir á sus sienes la diadema imperial, juzgó eterno su poderio, yacia ahora postrada y envilecida ante el sangriento car

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ro triunfal de los bárbaros. Su mision providencial se habia, no obstante, cumplido: apagando en todas las regiones, sujetas por la espada de sus cónsules, el sentimiento de la independencia, llevando á todas su religion, sus leyes, su lengua y su literatura, habia suprimido todas las nacionalidades, sustituyéndolas con la gran nacionalidad romana. Soñó desde su cuna en la monarquia del universo, y aquel ensueño de sus reyes fué realizado por sus emperadores. Pero si al reconcentrar en sí la vida entera del antiguo mundo, vió la República satisfecha su ambiciosa polltica; si más humano en sus proyectos y más liberal para con las provincias conquistadas, derramó el Imperio sobre ellas los antes escatimados derechos, aspirando por este camino à estrechar los vínculos establecidos en la fuerza, rotos de pronto aquellos lazos, humillada y escarnecida la señora de las gentes, caia derrocado tan magnífico edificio, cuyos escombros llenaban al par las más distantes comarcas. No parecia sino que al quebrantarse la unidad política del mundo, à tanta costa cimentada, era llegada la última hora de todas las naciones. ¿Quid salvum, si Roma perit? exclamaba Gerónimo, al contemplar las postreras convulsiones del gran coloso, cuyo aniquilamiento estaba decretado por la Providencia para castigo de sus crímenes.

Al hundirse aquel Imperio, pasmáronse de estupor todos los pueblos; mas despedazadas ya las cadenas que los oprimian, llevóles el instinto de su propia conservacion á reconstruir sus extinguidas nacionalidades, si bien libres ya de los procónsules y legados, caia sobre ellos nueva servidumbre. Roma habia hecho al mundo el presente de su disipacion, al imponerle su nombre: al doblar su envilecido cuello ante la pujanza de Alarico y de Ataulfo, de Genserico y de Odoacro, hacia á las naciones el fatal legado de la barbarie. La unidad política del orbe romano estaba pues destruida: sólo brillaba en oscuridad tan profunda la pura luz del Evangelio, cuyos inmortales resplandores iluminaban todos los ángulos de la tierra, y á cuya benéfica sombra debian nacer y desarrollarse las nuevas nacionalidades, amansados los feroces instintos de aquellas gentes, que arrancadas de sus guaridas por invisible mano, todo lo habian yermado y destruido.

Tal era el vínculo que en medio de aquel lastimoso cuadro li

gaba entre sí pueblos de tan diferentes orígenes, y tal la esperanza que se levantaba sobre las humeantes ruinas de Roma, para servir de faro á la humanidad en su vacilante carrera. La unidad religiosa del mundo obra era por tanto del cristianismo, único valladar opuesto á la barbarie, así como antes habia sido único antídoto contra la corrupcion y la ponzoña de la idolatria.

Desmembrado el coloso y reducidas las naciones á los límites fijados por la naturaleza, ó trazados de nuevo por la espada de los bárbaros, grandes fueron sus conflictos y no menores los obstáculos que á su nueva constitucion se oponian. Pero desde éste momento gira cada cual dentro de una órbita determinada, ya buscando en sus individuales esfuerzos la salvacion que no pueden recibir, como en otro tiempo, de manos del Imperio, ya procurando hacer más llevadero el yugo de los nuevos señores, cuya ferocidad llegaba no obstante á ser preferida á la tirania de los romanos 1.

Y no otra fué la suerte de la Península Ibérica: España, que luchó doscientos años para rechazar la opresion de la República, y reducida al gremio de provincia, fué considerada como uno de sus más preciados ornamentos; que repuesta algun tanto de sus primeros desastres, envió á Roma sus hijos para que ciñeran el laurel de los cónsules y los emperadores, de los oradores y los filósofos, de los historiadores y los poetas; que tuvo en fin la gloria de contribuir con la sangre de sus mártires y la doctrina de sus confesores á difundir por el mundo la luz del Evangelio, abandonada por los Césares ó más bien entregada por su impotente po

1 Dignas de tenerse presentes son las palabras de Orosio respecto de este punto: hablando de los vándalos, sin duda los más terribles depredadores del Imperio, dice: «Quanquam et post hoc quoque continuo barbari execrati gladios suos, ad aratra conversi sunt, residuosque romanos ut socios modo, et amicos fovent, ut inveniantur iam inter eos quidam romani, qui maluit inter barbaros pauperem libertatem, quam inter romanos tributariam solicitudinem sustinere» (Lib. VII, cap. XLI, pág. 579 de la ed. de Havercamps). El testimonio de este docto español no puede ser más contrario á los romanos: debe no obstante tenerse en cuenta que se refiere Orosio á los primeros años del siglo V, y que no conoció las correrias posteriores con que los bárbaros ensangrentaron la Iberia.

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